
El último día en la vida de “el teniente” —como aún lo recuerdan sus soldados— fue muy duro. Cerca de las 2 de la madrugada, los estruendos de los misiles interrumpieron el descanso de la tropa que comandaba. Los enfrentamientos se iniciaron tres horas después y terminaron con el rendimiento de los argentinos cerca de las 10 de la mañana.
“Estuvimos más de un mes sin saber nada de él y mi papá estaba seguro de que estaba muerto. Me enteré junto a otro hermano viendo la tele: un soldado que ya estaba en el continente y que era de su Regimiento lo nombró y dijo que había caído en combate. Nadie nos avisó nada...”, recuerda con profunda tristeza.
“Le pasaba eso mientras estaba en la primaria y en la secundaria, y no le caía bien a los docentes porque siempre les cuestionaba. Tuvo algunos problemas con una profesora de Historia, porque hablando de no sé qué en una clase, él le corregía las fechas porque, claro, leía mucho y sabía de todo, pero como alumno era un poco insoportable... —se ríe— ¡Había que estar en el lugar de la profesora también!”, recuerda los tiempos en los que Roberto llegaba a la casa, en Posadas (Misiones) bastante encabronado porque por demostrar sus conocimientos se ganaba más retos que felicitaciones.
Su padre, Pipo, lo hacía entrar en razones y le explicaba que debía respetar a los docentes y no contradecirlos, al menos para no pasarla mal en la escuela. Ese carácter confrontativo cambió cuando llegó el momento de presentarse en el Colegio Militar, adonde soñaba estudiar.
Se preparó un año, rindió los exigentes exámenes de ingreso y en 1978 entró a la Escuela de Infantería, en Buenos Aires. Dejó su Posadas natal y partió con una valija con algo de ropa y algunos libros. “A la semana le pedí que regresara, que eso no era para él porque para mí los militares eran todos cuadrados y en esa carrera me parecía que desaprovechaba todo su potencial. ¡Era muy inteligente! Y le decía que podría ser abogado, ingeniero o lo que quisiera y que ya recibido de una carrera podría entrar a la Escuela Militar y trabajar allí, pero no quería”.
Al mes, María Julia (luego de ahorrar dinero para viajar) lo visitó. “¡Cuando lo vi...! ¡Estaba flaco! ¡Era puro ojo y la ropa le quedaba enorme...! Le hablé para que se volviera conmigo, casi me muero al verlo así... Lo invité a pasear por la Avenida Corrientes y lo único que me pidió fue comer algo rico porque en el liceo la comida no le gustaba, así que comimos bien, pedimos postre. Fuimos al cine y nos quedamos horas mirando libros...”, recuerda uno de los momentos más felices que compartió con su querido hermano.
Hizo su carrera como soldado de la Infantería y se preparó para ser comandante de las Fuerzas. En diciembre de 1981, Roberto regresó a Misiones para pasar unos días con su familia y cuando estaba por emprender el regreso al Regimiento de Infantería de Monte 9, en la localidad de San Javier, le anticipó a su padre que “algo importante vendría”.
“Estoy segura de que sabía que se iba a recuperar las Islas y él ya se había formado como comando y quizás durante la preparación les dijeron o dieron a entender algo”. Esa fue la última vez que lo vieron. La próxima vez que supieron de él, ya estaba en Malvinas.
A los dos años de haber entrado a la carrera militar, la mamá murió y los sobres de las cartas fueron a nombre de Roberto Estévez padre ya en Malvinas. Cada hermano las recibía en su casa. La última que recibió María Julia tiene fecha del 26 de mayo de 1982. “Contaba cómo estaba, que los ingleses tiraban misiles y no los dejaban dormir. Aunque nunca se quejó, contaba que a veces la comida no les llegaba y se la tenían que rebuscar y que incluso cazó unas aves para darle de comer a los soldados”, cuenta sobre la manera en que su hermano evitaba preocupar a su familia.
Esa carta llegó en algún momento de junio. La mujer no recuerda la fecha exacta. Pero los días se hicieron semanas y no hubo más cartas. No hubo llamadas ni nadie hablaba sobre Roberto. Marta, su novia, una estudiante de Medicina, trabajaba en un hospital como voluntaria y buscaba los listados de heridos y fallecidos, su nombre no estaba en ninguno.
Pasó un mes hasta que María Julia y otro de sus hermanos, José María, comían una pizza en su casa mientras miraban la señal de la TV Pública, entonces ATC, que transmitía desde el continente y entrevistaban a los soldados que iban llegando. Miraban constantemente ese canal para ver si lo veían.
José María fue de inmediato a ver al padre, esperando que por la hora, Pipo estuviera durmiendo la siesta. Al llegar, ya había vecinos en la puerta de la casa queriendo saber qué había sucedido. “Papá nunca nos contó cómo se enteró, si tenía la tele prendida y se durmió o si se hizo el dormido cuando José llegó. No queríamos que se enterara de esa manera..”, lamenta.
Lo que siguió fueron los reclamos al jefe de la Brigada por no haber avisado como correspondía a la familia. Por medio de un cuñado, finalmente llegó a la casa el telegrama oficial que daba cuenta de que murió en combate el 28 de mayo en la Batalla Pradera del Ganso, la más sanguinaria que sucedió en esa despiadada guerra.
Desde ese día, Pipo no volvió a ser el mismo. “No pudo soportar la muerte de Roberto y lo sobrevivió cuatro años. No quiso festejar más navidades ni cumpleaños, nada. Cuando nos reuníamos iba, para cumplir, se quedaba un rato y se iba. Una mañana, la mujer que lo cuidaba me llamó para decirme que no se quería levantar ni comer... Fui a verlo y me dijo: ‘No quiero vivir más, ¡ya está!’. Fue muy duro para él la muerte de mi mamá, pero se repuso, pero no pudo con la muerte del hijo. Él quería morirse tranquilo en su cama, lamentablemente quedó deshidratado y hubo que internarlo, y murió ahí... A mí me consuela saber que pelear por recuperar las Islas era lo que más quería”, explica.
María Julia se quiebra ante los tristes recuerdos y vuelve a la carta. “Cuando supimos que había muerto fuimos al Regimiento a buscar sus cosas con otro de mis hermanos y la novia. Un jefe lo llama aparte, va a la oficina y regresa blanco, casi sin poder hablar... Me muestra la carta que le dejó a papá. No la leímos. A Marta le dejó otra...”.
Esa carta fue un golpe duro para Pipo y no dejaba de leerla en busca del consuelo que jamás pudo encontrar.
Cuando recibas esta carta yo ya estaré rindiendo cuentas de mis acciones a Dios Nuestro Señor. Él, que sabe lo que hace, así lo ha dispuesto: que muera en cumplimiento de mi misión. Pero fijate vos, ¡que misión! ¿no es cierto?
¿Te acordás cuando era chico y hacía planes, diseñaba vehículos y armas, todos destinados a recuperar las islas Malvinas y restaurar en ellas Nuestra Soberanía? Dios, que es un Padre Generoso ha querido que éste, su hijo, totalmente carente de méritos, viva esta experiencia única y deje su vida en ofrenda a nuestra Patria.
Lo único que a todos quiero pedirles es: 1) que restauren una sincera unidad en la familia bajo la Cruz de Cristo, 2) que me recuerden con alegría y no que mi evocación sea la apertura a la tristeza y, muy importante; 3) que recen por mí.
Papá, hay cosas que, en un día cualquiera, no se dicen entre hombres pero que hoy debo decírtelas: Gracias por tenerte como modelo de bien nacido; gracias por creer en el honor; gracias por tener tu apellido; gracias por ser católico, argentino e hijo de sangre española; gracias por ser soldado, gracias a Dios por ser como soy y que es el fruto de ese hogar donde vos sos el pilar.
Hasta el reencuentro, si Dios lo permite.
Un fuerte abrazo.
Dios y Patria ¡O muerte!
Roberto
La foto de ingreso al Colegio Militar, el lugar donde siempre había soñado estudiar
Una de las fotos escolares de Roberto Estévez
Roberto al lado de un soldado. La hermana visitó el Cementerio Argentino en 1999. Recién entonces, al ver una tumba con el nombre de Roberto entendió que estaba muerto
Roberto junto a María Julia y José María en Buenos Aires
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