Adelanto exclusivo del libro “Desembarco en las Georgias. Intimidad de un bautismo sangriento”.
La decisión de llevar la corbeta al sur se tomó casi al mismo tiempo de su ingreso a dique seco, para tareas de mantenimiento, previstas desde enero. Así fue que comenzó una “loca carrera”, en palabras de su capitán Carlos Alfonso, para volver a armar la corbeta con todos sus sistemas y disponer el buque para que albergara a veinte hombres, además de su tripulación. El 29 de marzo lograron salir al mar luego de montar todo contrarreloj y meter a los infantes poco menos que a presión. Al día siguiente de zarpar el tiempo empeoró y navegaron desde allí hasta la isla San Pedro con olas que barrían la cubierta y con una marea cruzada que acentuaba el balanceo.
La Guerrico era un clásico buque de guerra fino y largo, muy veloz —podía navegar a 24 nudos, casi 10 más que el Bahía Paraíso—, pero con mal tiempo se movía en extremo. (...) Sufriendo en la bodega, respirando los gases de los motores y los vahos de sus compañeros, el conscripto clase 62 Alberto Rivera viajaba sin saber misión ni destino. Estaba terminando la “colimba” y listo para salir en comisión para inscribirse en la Facultad de Ciencias Económicas cuando llegaron las órdenes y se cancelaron todos los permisos. Su jefe, el teniente Guillermo Luna, no sabía mucho más que él, aunque el movimiento febril en la base Puerto Belgrano indicaba que entrarían en operaciones. Faltaba saber cuándo y contra quién.
El dato aparecería pronto, cuando en la Guerrico saltaron las alarmas porque detectaron que los perseguía un submarino. La plana mayor del buque presionó a Alfonso y este terminó confesando que la operación era “contra los ingleses”. Luna concluyó entonces que los estaban “mandando al muere” por las condiciones en las que se venía desarrollando la operación. Su segundo, el teniente Roberto Giusti, coincidía en el diagnóstico y lo terminó de confirmar cuando detectó que la munición que le habían dado estaba vencida.
(...) Recién el 1º de abril les informaron que deberían ocupar Grytviken y al día siguiente supieron, por los altoparlantes del buque, que habían conquistado las Malvinas y también de la muerte de (Pedro Edgardo )Giachino. Poco después, Luna y Giusti averiguaron que había veintidós marines atrincherados en la isla, los mismos que habían estado en Mar del Plata en febrero. La preocupación de los tenientes por su destino inmediato se quintuplicó.
Después de cinco días de navegar con temporal, el estado físico y anímico de los infantes y oficiales era calamitoso. Casi no habían podido comer por el mareo, ni dormir porque los catres que habían improvisado no cumplían la función de contener los cuerpos. El mal tiempo no cedía y el trasbordo de equipo y hombres al Bahía Paraíso no iba a ser posible, así que se pasó la operación para el día siguiente.
Esa misma noche, (el capitán de navío César) Trombetta llamó a su camarote al piloto Busson del Alouette para informarle que transportaría las tropas que tomarían Grytviken y que debía coordinar la acción con los encargados del helicóptero Puma del Ejército. Busson dijo que se ocuparía entonces de artillar el Alouette, pero ahí el comandante lo paró y le aclaró: “Armas no, es una operación política, no militar”. Un tanto desconcertado, el piloto se fue a intentar dormir pero no pudo. Despertó entonces a uno de los mecánicos, le hizo soldar dos planchas de acero de tres milímetros al piso del helicóptero y con un chaleco antibalas improvisó un almohadón protector para su butaca. Iría desarmado, pero todo lo protegido que pudiera.
El teniente Luna pensó que los mandaban al muere. Su segundo lo confirmó cuando vio la munición estaba vencida.El capitán Alfonso no conocía ni un poco las aguas que navegaba porque no tenía cartas náuticas ni había estado antes en la zona. Por eso, la primera tarea que le encargaron a Busson en el amanecer de aquel viernes 3 de abril fue ir a llevarle los mapas ingleses a la corbeta para que pudiera maniobrar en la caleta Vago, en cuyo fondo se encontraba Grytviken.
El tiempo había mejorado y sobre las 7 pudieron hacer el traspaso de la fracción, con todo su equipo y armamento, por una planchada colocada entre las embarcaciones. En la cubierta de vuelo, Trombetta se cruzó con (Alfredo) Astiz y le anticipó que debería ir a buscar a los británicos, que se entregarían en el muelle, y le señaló una lancha de desembarco.
—Pero hay helicópteros. Esta no es la manera de ir a buscarlos. Se van a resistir… —intervino el buzo Ramos. A su lado, Astiz permanecía en silencio.
—¿No quieren ir? —los desafió Trombetta.
—Nunca dijimos eso, pero hagamos una incursión en helicóptero y veamos de tener las mejores comunicaciones —retrucó Ramos mientras su jefe seguía en silencio.
—Bueno, vayan nomás que yo me arreglo —cerró molesto el comandante antártico.
Minutos después, Trombetta lo convocó a Luna y le encargó la misma operación. El teniente le planteó sus reparos por la falta de planificación y por la oposición que podrían encontrar de los británicos.
—Usted la única oposición que puede tener es la de un científico con algún rifle de caza —le mintió Trombetta y lo apuró diciéndole que si tenía “miedo” lo mandaba a Astiz con sus hombres.
Luna le respondió que no tenía miedo, pero que no le ocultara información. Trombetta se mantuvo en que los británicos no se resistirían. El responsable de la fracción salió enojadísimo del encuentro y le dijo a Giusti: “Nos están cagando. Los veintidós marines nos van a cagar a tiros”.
En la mesa de arena la operación sería sencillísima. El Alouette reconocería la zona y marcaría un sitio propicio para que aterrizara el Puma con los soldados. Mientras, por radio, se intimaría a los británicos a que se rindieran. El desembarco aéreo se haría en tres oleadas, una llevando los soldados de Luna, otra los de Giusti y la tercera con el resto de los infantes, armas, municiones y pertrechos. Desde la caleta, la corbeta Guerrico haría de apoyo.
En la cubierta del Bahía Paraíso, los infantes recibieron cien balas cada uno y mil los que tenían las dos ametralladoras MAG, además de recomendaciones para subir y bajar del helicóptero, cosa que nunca habían hecho. Mientras los aleccionaban, los asistentes de vuelo les ajustaban correajes y mochilas para evitar accidentes con las aspas. La misión, les comunicaron, sería una ocupación “simbólica y pacífica” de la isla. En especial, remarcaron, había que ser gentiles y tener mucho cuidado con los científicos que estaban en la estación ballenera. En las instrucciones no hablaron de militares, sino de civiles.
Desembarco sangriento
?El Alouette despegó para hacer el reconocimiento previo con Busson, su copiloto el teniente Guillermo Guerra y el mecánico Julio Gatti. El clima era propicio para volar con poco viento y algunas nubes sobre los picos de los cerros. Estuvieron como cuarenta minutos sobrevolando la estación ballenera y el destacamento de King Edward Point sin ver a nadie. El lugar parecía abandonado. En realidad, sobre la ladera del cerro estaban camuflados los royal marines con sus fusiles de combate y ametralladoras ligeras esperando la invasión. Suponían que llegarían en lanchas por eso habían colocado explosivo plástico en la playa, en el muelle y en algunos edificios.
En el hospital y residencia del BAS, una construcción de dos pisos cuyas ventanas dominaban la caleta, también esperaba el francotirador del grupo, el sargento Peter Leach. Los científicos británicos se habían refugiado en la iglesia luterana noruega de Grytviken, retirada de la estación, y espiaban desde sus grandes ventanales. Busson definió que el lugar más propicio para que aterrizara el Puma era la playa pedregosa de King Edward Point —la misma que los británicos habían minado—, así que volvió al Bahía Paraíso para guiar a la primera oleada de infantes.
El conscripto Rivera escuchó que iría en el segundo transporte y se quedó más tranquilo porque estimó que la pauta de lo que ocurriría, si iba a haber tiros o no, lo sabrían los de la primera oleada. Desde el puente de mando, por el canal 16 de la radio, Trombetta intimó a los británicos en inglés a que rindieran la plaza.
—No debe aterrizar su helicóptero en esta base. Aquí hay personal militar cuya orden es defender esta base. Repito, por favor no use la fuerza, arreglemos esto pacíficamente —advirtió y sugirió el jefe de los marines, Keith Mills.
En tanto, el Bahía Paraíso y la Guerrico navegaban por la bahía Cumberland hacia la caleta Vago para comenzar el helidesembarco sin que Trombetta les hubiera anticipado la promesa del teniente británico de recibirlos con fuego.
Llegando a la ensenada, sobre las 11, despegó el Puma con doce infantes, el teniente Luna y los pilotos del Ejército. Volaron hacia King Edward Point por encima de los cerros, guiados por el Alouette. Cinco minutos después, Busson marcó el sitio de aterrizaje en la playa —a pocos metros de la zona con explosivos— y se elevó para que el Puma pudiera ubicarse en el lugar señalado. Sin resistencia ni novedades bajaron los hombres de Luna y se desplegaron en actitud de combate. El Puma regresó al buque para embarcar el segundo grupo.
La confusión era enorme por los gritos, las sacudidas y el impacto de las balas.(...) En el Bahía Paraíso, otros doce conscriptos-infantes abordaron el Puma junto con el teniente Giusti. Subieron peleándose para ver quién se sentaba en las ventanas y disfrutaba del paisaje. Rivera escuchaba discutir a sus compañeros mientras reflexionaba que estaba ante la posibilidad cierta de matar a una persona, algo que jamás había previsto tener que hacer.
Despegaron y esta vez el Puma trazó una ruta sobre el agua, a baja altura, hacia la misma zona de aterrizaje. En el vuelo, desde la Guerrico que entraba en la caleta, le advirtieron al helicóptero que había movimientos en el hospital. Desde el Puma no vieron ningún indicio amenazante y siguieron con su vuelo. Faltando apenas unos metros para tocar tierra, los británicos abrieron fuego con sus fusiles y una descarga masiva de balas se estrelló en el motor y el fuselaje del Puma. Giusti veía venir los destellos luminosos de las balas trazantes.
Rivera, que iba en el fondo de la nave, escuchó que el soldado a su lado gritaba: “¡Me dieron!”. Levantó la cabeza y vio caer a su compañero Mario Almonacid con un balazo en la cabeza y mucha sangre. Casi inmediatamente advirtió que Mario Águila estaba tirado inerte, muerto. El segundo de Giusti, Alejandro Ibáñez, también estaba en el piso con el rostro lleno de sangre. Empezó a chorrear un aceite caliente del motor que estaba arriba de la cabina. La confusión era enorme por los gritos, las sacudidas y el impacto de las balas.
El piloto Alejandro Villagra giró el helicóptero con los pedales y huyó de las balas británicas hacia la otra costa de la caleta. El motor humeaba y los controles se ponían duros por la falta de líquido en los sistemas hidráulicos. A medida que avanzaban, el motor fallaba e iban perdiendo altura. Busson venía atrás, gritándoles que piloto y copiloto tiraran juntos de la palanca apoyándose en el tablero.
—¡Me caigo, me caigo! —gritaba en la radio Villagra.
El Puma no se cayó, pero pegó un golpe fuerte contra el suelo fangoso de la isla que los tripulantes absorbieron como pudieron. Villagra se agarraba la cabeza y repetía que no sabía cómo había llegado hasta ahí. Desde la otra orilla los marines seguían tirando. Giusti ordenó salir de la nave, dejar las mochilas, tomar posiciones y llevar a los heridos a una zona a cubierto de los disparos. Uno de ellos se quedó parado, petrificado, mirando la nada.
Rivera agarró a su compañero Juan Pérez, que tenía un balazo en un glúteo y lloraba de dolor, y lo arrastró hasta una hondonada. Misma operación hicieron con Manuel Bórquez, que tenía una disparo en la cintura. Giusti le dio sus binoculares al conscripto Manuel Lezama y le pidió que subiera un poco por la ladera e identificara de dónde venía el fuego. Cuando Lezama determinó que venían del hospital, Giusti subió con una ametralladora MAG y comenzó a devolver las balas. A esa distancia, unos cuatrocientos metros, tiraba por aproximación sin ver el blanco. Los que no estaban paralizados o heridos, tiraban al voleo con sus fusiles FAL. El olor a pólvora enrarecía el aire.
Fuego desde el mar
En la otra orilla, sin saber bien dónde estaba y sin posibilidad de comunicación más que con el Bahía Paraíso, Luna y sus hombres eran atacados desde varias posiciones. La Guerrico decidió entonces entrar en la caleta para atraer el fuego de los británicos y participar de la pelea. La maniobra funcionó y Luna dejó de recibir fuego porque este se concentró en el puente de mando de la corbeta, sobre estribor. Estallaron algunas ventanas mientras se oía el impacto metálico de las balas golpeando y atravesando el casco, que no era blindado.
En el intercambio, los marines logran acertarle a la ametralladora, que quedó fuera de servicio, además de herir a varios argentinos con las ráfagas, el más grave el guardiamarina Ricardo Pingitore, con un tiro en la cabeza. Quedaba para responder la ametralladora de babor, pero de poco sirvió porque funcionó dos tiros y se trabó.
Alfonso decidió usar los cañones de 40 milímetros, mientras entraba y salía de la caleta para achicar el flanco, algo un tanto complejo, si no imposible, para un buque de ochenta metros que se movía en un espejo de agua pequeño.
El cañón derecho tiró cinco veces y se rompió, el izquierdo disparó cuatro proyectiles y se trabó. En la maniobra murió el sargento apuntador Patricio Guanca, alcanzado por los disparos que venían desde la costa. El arma más poderosa de la corbeta, el cañón de 100 milímetros, ensayó un tiro que cayó tristemente a pocos metros de la proa. Presuntamente, los baños de agua salada durante el temporal lo habían dejado en mal funcionamiento. Con un muerto, siete heridos —dos graves— y prácticamente sin armas por los desperfectos, Alfonso decidió retirarse de la caleta para ponerse a salvo y probar un ataque de más lejos. En la incursión por las aguas de Grytviken la corbeta había recibido más de mil doscientos disparos.
(...) Esa misma tarde, mientras infantes y conscriptos sufrían las balas británicas, el gobierno militar conducido por Leopoldo Galtieri, Jorge Anaya y Basilio Lami Dozo, se reunía en Casa Rosada para analizar la situación en las islas y concluía: “En el caso Georgias, ante la imposibilidad de prestar ningún apoyo efectivo, se determinó que se empeñaran medios reducidos tanto en personal como en material, puesto que, de producirse un ataque británico, estos caerían en poder del enemigo”.
Ajenos a este abandono meditado, la vapuleada fracción Luna, más cinco hombres de refuerzo, desembarcados en reemplazo de los muertos y heridos, tomó posesión de las instalaciones cuando zarparon los buques argentinos. El balance de la operación —bautismo de fuego de la aviación argentina— era catastrófico: tres muertos, once heridos, un helicóptero derribado y una corbeta seriamente dañada.
Fuente Clarin
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