Luego de que el viernes 21 de mayo, el teniente primero Carlos Daniel Esteban da la alerta temprana e informa que buques ingleses están desembarcando tropas en el estrecho de San Carlos, se le ordena al teniente de navío Owen Crippa que haga un vuelo de reconocimiento desde Puerto Argentino. No lo autorizan a cargar bombas, arma eficaz para atacar buques: sólo llevarían cañones de 30 milímetros y cohetes Zunni de 5 pulgadas. Crippa despega solo en su avión de entrenamiento avanzado Aermacchi, ya que la segunda máquina tenía problemas. “Owen vuela a tan baja altura que si las ovejas no se agachan, pierden la cabeza”, bromeaba uno de sus camaradas.
Tras el promontorio Güemes, delante suyo ve un helicóptero inglés Lynx, en vuelo estacionario, de guardia. El argentino comienza a ganar altura para atacarlo. Pero cuando está muy próximo y listo para disparar sus cañones, observa un gran despliegue de buques en el Estrecho de San Carlos. Sin dudarlo un instante, aunque no tiene órdenes para ello y su avión es totalmente inapropiado para ese cometido, Crippa decide atacar a los barcos de guerra por representar un blanco mucho más rentable.
Gira bruscamente y la inercia de su avión lo lleva a poca distancia del helicóptero: no más de diez metros. Recién en ese momento el piloto inglés detecta su presencia e intenta una brusca maniobra de descenso. Crippa alcanza a observar su cara de desesperación. Y le dice mentalmente al británico: “Dios dispuso que este no fuera tu día”. Sonríe y se aboca al ataque a la flota. Son las diez de la mañana.
Para entrar en la trayectoria de tiro al primer buque inglés, la fragata Argonaut, debe aplicar “G” negativas (contraponerse a la fuerza de gravedad), esforzando su avión. Pero cuando está a la distancia necesaria y aprieta el disparador, ¡no sale ningún proyectil!
Siente rabia y pena porque se arriesgó para llegar hasta ahí y no puede atacar. Ansiosamente, comienza a revisar todas las perillas de su tablero de armamento. Descubre que no había conectado una llave “master”. Lo hace y comienza a disparar.
Como me contaba Crippa, el flujo adrenalínico hace que los segundos transcurran en cámara lenta. Y siente que le sobra el tiempo.
Primero dispara con sus cañones de 30 milímetros y luego con cohetes. Puede observar cómo sus proyectiles hacen impacto en la cubierta y la arboladura de la fragata. El joven piloto sabe que debe atacar sus radares y sistemas de comunicación para dejarlo inoperativo, ya que la capacidad de fuego de un Aermacchi no puede producirle daños mayores. Simultáneamente, los ingleses comienzan a dispararle. En la zona hay gran cantidad de naves, lanchas de desembarco y helicópteros enemigos. “Hasta que entro en puntería, estimo que estaba a trescientos metros de la fragata. Pero habré tirado a ciento cincuenta, cien metros más o menos. Tiré estando muy encima del buque”, me comenta el aviador naval.
Un historiador inglés relata este hecho de la siguiente manera: “En una acción bravía, Crippa atacó la Argonaut con cañones y cohetes, causó algunos daños en la cubierta del buque y dos marineros resultaron heridos: era un anticipo de la determinación que iban a mostrar los pilotos argentinos” (Martin Middlebrook, Argentine fight for the Falklands, Barnsley, England, 2009).
Y esto es lo que cuenta el propio Owen, ante mi pregunta sobre los daños infligidos a la Argonaut: “De lo que vi, los cañones de 30 milímetros impactaron en el sector de una pieza de artillería antiaérea que estaba disparándome o que sospeché con esa intención, y en la zona de puente de mando, antenas, radar y radios, que es lo que estimé podría dejarla con alguna complicación para el combate. Los cohetes no se dónde pegaron, porque cuando los lancé, inmediatamente inicié la recobrada del avión y giré para escapar. Pero daños menores, sin lugar a dudas. Como tirarle a un elefante con un rifle 22, sólo apuntando a los ojos”.
Para ser un 22, causó bastantes daños. Así los enumera Kit Layman, capitán del Argonaut: “Vino por sobre el monte, volando muy bien, en un rasante de contorno, y nos ametralló con fuego de cañones y cohetes. Tuvimos algunos daños menores y un agujero en el radar aéreo 965. Estaba demasiado cerca para tirarle con los misiles Sea Cat, pero las antiaéreas Bofors y las armas pequeñas de la cubierta superior abrieron fuego. Tuvimos tres hombres heridos, incluyendo a uno que perdió un ojo, y al maestro armero Francis, que recibió una porción de metralla una pulgada por encima de su corazón”. (Citado por Martin Middlebrook en Operation Corporate, Penguin Books, London 1985, p. 219).
El aviador naval termina su ataque y piensa que si mantiene vuelo rasante y escapa entre las unidades enemigas les va a dificultar el tiro. Así lo hace, pasa a setecientos kilómetros por hora y a tres metros del agua zigzagueando entre todos los buques. Lo hace con una mano en el bastón de comando y la otra en el sistema de asiento eyectable, listo para accionarlo, ya que algún impacto directo no le daría mucho tiempo.
En la última parte de su escape, observa que desde uno de los buques, el transporte de tropas artillado Fearless, le disparan un misil. Realiza una maniobra de evasión a baja altura, observa cómo pican los proyectiles en las laderas a medida que va escapando, salta por sobre una pequeña península, y gira antes del antiguo frigorífico. Supone que pasando Punta Chancho se encontrará a salvo.
Pero lo espera una sorpresa: se topa con una gran cantidad de buques. Piensa: “Si le digo esto al Comando, van a considerar que exagero, mis superiores creerán que no son más de seis o siete”. Entonces, esquivando el fuego graneado del enemigo, vuelve para hacer un relevamiento. Se mantiene orbitando entre la zona de cerro Montevideo y Campo Verde y, con pasmosa sangre fría dibuja, en el anotador que los pilotos llevan en su rodilla, un croquis de la zona, con la ubicación de las unidades navales: catorce buques de guerra y transportes.
Luego escapa en vuelo rasante, literalmente pegado al suelo, para evitar ser atacado por la artillería propia. Así continúa hasta Fitz Roy, donde retoma la comunicación con el operador de la torre de control de Puerto Argentino, le adelanta lo que ha descubierto y pide que le preparen munición para volver a atacar.
Nosotros con mi camarógrafo Alfredo Lamela estábamos en la lancha de Prefectura en Puerto Argentino y por su radio escuchamos la voz de Crippa gritando: “¡La hice mierda, le di a una fragata, la hice remierda, le pegué los ocho cohetazos! ¡Tengan lista la munición, tengan listos los cohetes, que vuelvo a salir!”. Y la voz que desde Puerto Argentino le preguntaba: “Está bien, teniente, pero ¿necesita también combustible?”. “No, no, el combustible me alcanza para ir y volver, pero preparen los cohetes, ¡que estén listos! ¡Los cohetes! ¡Los cohetes!” –seguía urgiendo el aviador naval.
Aterriza y no le permiten despegar nuevamente. Lo trasladan a la Central de Operaciones para que detalle lo observado y en base a sus datos, enseguida se lanzan oleadas de unidades de la Armada y de Fuerza Aérea, desde las bases del continente, con aviones de mayor capacidad de fuego.
Enseguida quise hacerle una entrevista en cámara a Crippa, pero se negó. Me dijo que estaba allí para combatir, no para reportajes. Lo comprendí, pero insistí y finalmente cedió. Me confesaba: “Ya estamos mentalizados para morir. En vísperas de una misión sólo te queda pedirle a tus camaradas que cuiden de tu mujer y de tus hijos, porque las posibilidades de retornar no son demasiadas. Muchas, en cambio, son las chances de no volver. Basta pensar que no sólo hay que sortear el fuego de las fragatas y de los Harriers, sino también hay que caer, en el caso de eyectarse, sobre tierra firme, porque en el mar la muerte es segura. Los británicos ya dispararon repetidas veces contra barcos y helicópteros de rescate. No se puede correr el riesgo de enviar un helicóptero en busca de un solo hombre; poner en peligro la vida de varios en una búsqueda que seguramente va a resultar frustrada. Y nosotros, los pilotos de combate, justificamos esa actitud de no mandar a nadie a rescatarnos, porque es imposible hacerlo, es una locura. De todas maneras, dicen que la muerte en el mar es dulce. En el minúsculo bote inflable, el final sobreviene casi inadvertido por los efectos del frío. Uno se queda dormido y no despierta más”.
Cuando le pregunté a Crippa a qué atribuía su salvación, contestó categórico:
–Yo se la debo a Jesucristo. No me cabe ninguna duda.
Cuando ya no se podía salir a volar, Owen ordenó a sus mecánicos preparar posiciones para combatir como infantería. Fusil en mano, se proponía resistir hasta el final. En medio de la tarea se le acerca un integrante de la plana mayor le espeta:
–¿Qué hace Crippa? ¿Está loco? Cuando vea al primer inglés voy a levantar la banderita blanca.
El joven oficial sintió que le hervía la sangre. Desenfundó su revolver Colt Police calibre 38 y se lo puso en la cabeza del superior.
–Tiene diez segundos para desaparecer de aquí, ¡o es hombre muerto!
Al día siguiente, Crippa recibe la orden de presentarse en el Comando de la Armada. Cruza al continente, pensando que será juzgado por insubordinación y fusilado, pero se entera que lo han citado para brindar asesoramiento. Y lo reciben con aplausos. En Buenos Aires lo sorprende la rendición del general Mario Benjamín Menéndez.
“¿Cómo no estremecerme con la derrota? -me dice-. Lo triste es que hubo quienes ‘levantaron la banderita blanca’ aun sin haber visto a un británico. Siempre pensé que podíamos haber resistido mucho más. Siempre quise preguntarle al general Menéndez ¿porqué se rindió sin presentar la batalla final?”.
En 1984, cuando Raúl Alfonsín proclama que la guerra de Malvinas fue “un carro atmosférico”, es decir un camión-tanque que transporta materia fecal, Crippa, indignado, pide la baja sin derecho a cobro de haber de retiro.
Cuando cierta vez dije en público, que una de las virtudes de Owen era su humildad. Inmediatamente me corrigió:
“No te equivoques. Todos los pilotos de combate somos yoistas, con una autoestima muy alta, seguros de nosotros mismos y.... ¡nos creemos invencibles! Es que nos vemos obligados a ser así. Una alta competencia, desde tu formación hasta llegar a la acción, generalmente al límite, y donde finalmente está en juego tu vida, te lo exige. Siempre somos nosotros y nuestro avión. Solamente que algunos, como en mi caso, lo sentimos distinto. Sabemos, que ‘el equipo’, está conformado por Dios, nosotros y nuestro avión. Yo, permanentemente, siento la mano de Dios en mi hombro. ¡Y eso me hace sentir más invencible aun! Que no significa que sea soberbio, arrogante, altivo ni altanero. Sí, por supuesto, modesto y sencillo. No acepto la soberbia. Me molesta y la considero una debilidad del espíritu. Tampoco sentirme ‘dueño’ del resultado de una acción. Por eso me desagradan los halagos. Nada pasó porque yo fuese el mejor, ni el más valiente, ni el más... nada. Me tocó a mí, porque el Señor quiso que así fuera. Todo resultó así, porque Él lo quiso. Y cuando digo que siento Su mano sobre mi hombro es realmente así. Especialmente en los momentos cruciales”.
Le dije a Owen: “Debe ser muy difícil, mientras se combate, tener en la mente a padres, esposa, hijos. ¿Limita mucho la acción, impulsando a evitar el riesgo? Pensar en la posibilidad de morir, afectando a los seres queridos, ¿no es una terrible limitante? Cómo gobernar esa situación?”.
Me respondió: “En los momentos que me tocó enfrentar el peligro, no pensé en nadie, ni en la muerte. Solo en Dios. Nunca pensé que iba a morir. Siempre pensé y pienso que el momento y lugar de mi nacimiento y de mi muerte, estuvieron y estarán fuera de mi control. No debo preocuparme entonces, porque eso está en manos de Dios. Él decidió cuando me regaló la vida y Él decidirá cuando sea mi partida”.
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