
Davidoff se jactaba de encarar misiones difíciles y esa era perfecta para su ánimo inquieto. Llegar hasta allí no había sido fácil. Primero tuvo que convencer a los propietarios, unos escoceses en principio muy refractarios a negociar con los argentinos que hacía años reclamaban la propiedad del territorio. Pero Davidoff, y las libras que les ofrecía por aquellas instalaciones sin uso, los convencieron. Después tuvo que persuadir al gobernador británico en las Malvinas, James Parker, de que sus intenciones eran exclusivamente comerciales. Y finalmente debió conseguir la colaboración de la Armada Argentina para que los llevara por barco los casi tres mil kilómetros que hay entre Buenos Aires y las Georgias.
Astiz había sido seleccionado personalmente por el contralmirante Edgardo Otero, en la convicción de que este joven cuadro de la fuerza naval cumpliría con el principio rector de la misión y no permitiría lo que ocurrió en Malvinas, en 1833, cuando los británicos expulsaron a los argentinos sin mucha resistencia. Otero apostaba a que Astiz no se rendiría ante un eventual desalojo y pelearía hasta la muerte.
Ajeno a esos planes militares que lo incluían, Davidoff fue consiguiendo socios y financiamiento para la operación y fundó la sociedad anónima “Islas Georgias del Sur”. Pero su déficit seguía siendo el transporte. En sus primeras charlas con la Armada, con el capitán Luis Palau, pidió que alguno de los buques de la división de “Transportes Navales” los llevaran gratis. Palau le dijo que no podía pero que le cobraría como un transporte corriente a Ushuaia y para demostrar la colaboración de la Marina lo subió a él, y a su equipo técnico, en el rompehielo Irizar para que lo llevara a las islas a mediados de diciembre de 1981, cuando arrancara la campaña antártica.
En tanto, los chatarreros navegaban hacía las islas, disfrutando de un mar plácido y un rolido amable. Pero el placer duró poco. Pronto, como es usual en los mares del sur, el tiempo se puso malo y terminaron todos en la cucheta vomitando. Sin embargo, las penurias valieron la pena; en la tres estaciones balleneras que había comprado, Leith, Husvik y Stromness, había mucho más material del que suponían. Estimaron que había tonelaje y máquinas por un valor de treinta millones de dólares o más.
Al volver, la embajada británica lo amonestó a Davidoff por no haber pasado por Grytviken, la sede científica y administrativa de los representantes de la reina, pero el griego no se preocupó mucho y siguió con sus preparativos.
La mayoría no se conocía y la navegada sirvió para estrechar vínculos pero también para consolidar que habría dos ranchos: técnicos y directivos por un lado y trabajadores por otro.
La última noche a bordo, el capitán Osvaldo Niella les pidió que apuraran la descarga de los equipos cuando llegaran para evitar algunas dificultad “geopolítica”. Los muchachos no comprendieron a qué se refería y entendieron menos cuando el capitán tiró un vibrante “¡Viva la Patria!” algo fuera de contexto.
Los directivos se acomodarían en la casa del administrador, la mejor vivienda de la estación, y los trabajadores en las barracas que antiguamente albergaron a sus colegas balleneros. El soldador Horacio Locchi, hincha fanático de River, empezó a ver dónde podía colocar su banderín del equipo. El director de la operación, Jorge Patané, lo cruzó con una bandera argentina y lo convenció de izar la enseña patria. Locchi accedió y la colgó de un remo roto que sujetó con alambres a un transformador eléctrico.
Ese pequeño gesto, realizado sin pompa ni ceremonia, disparó una indignadísima protesta británica y el envío de royal marines desde Malvinas para que los desalojaran por la fuerza. La Junta Militar reaccionó enviando a Astiz y a sus hombres a la isla para proteger a los trabajadores. El represor llegó, simbólicamente, el 24 de marzo.
Los trabajadores quedaron presos de todos esos acontecimientos bélicos y tuvieron un larguísimo viaje de regreso a casa que terminó recién a mediados de mayo cuando fueron recibidos como héroes en la dársena norte del puerto de Buenos Aires. Pero antes de eso fueron amenazados por los servicios de inteligencia militares que si hablaban irían presos de por vida ellos y sus familias. Una amenaza que sonaba bastante verosimil con una guerra en curso y una dictadura debilitada pero todavía lejos de irse.
* El autor es periodista y escritor. Su último trabajo es “Desembarco en las Georgias, la verdad sobre el misterioso incidente que desató la guerra” de Editorial Paidós.
Compartinos tu opinión