La mañana del 1 de abril de 1982 sorprendió al buque carguero “Río Cincel” amarrado en uno de los muelles de la dársena “B” del puerto metropolitano (en lo que hoy es parte del coqueto barrio de Puerto Madero).
La nave se encontraba en plena operación de embarque de carga general que comprendía desde madera de quebracho y tambores de miel hasta carne congelada y maquinaria industrial. Los puertos de destino se ubicaban a lo largo de toda la “Costa Este de Estados Unidos” ya que la embarcación unía regularmente el Puerto de Buenos Aires con terminales marítimas de Brasil y EEUU.
A primera hora del 2 de abril el Capitán Juan Carlos Trivelín, comandante del buque, recibió la orden de descargarlo y proceder a embarcar un cargamento militar ordenado por la Fuerza Aérea Argentina. En el mismo acto se le informó que el destino de su barco no sería el puerto estadounidense de Baltimore sino Puerto “Gaucho Rivero” (luego Puerto Argentino). Él, su buque y su tripulación quedaban a ordenes del Comando de Operaciones Navales de la Armada Argentina. Oficiales y tripulantes deberían presentarse a bordo a las 21 horas de ese mismo día.
En el mismo momento, y fruto del desconocimiento sobre la situación, quien escribe esta crónica se aprestaba a celebrar su cumpleaños número 23 en familia ya que se encontraba franco de guardia.
El festejo no podía esperar ya que un par de días más tarde el Río Cincel lo llevaría a surcar el Océano Atlántico por primera vez como Oficial de la Marina Mercante Argentina (su promoción había egresado el 17 de marzo). También lo haría estrenando su jerarquía de guardiamarina de la Reserva de la Armada Argentina, aunque esto último era algo más bien formal ya que tal condición solo le sería invocada para prestar servicios militares en el hipotético e improbable caso de que el país afrontara una guerra. Algo que obviamente resultaba imposible.
Sin embargo la vida de este cronista junto con la de otros 37 marinos profesionales y cinco cadetes de la Escuela Nacional de Náutica “Manuel Belgrano”, entre ellos dos mujeres, tuvo un giro inesperado. Uno a uno fueron convocados por las autoridades navales a presentarse a bordo para ser parte de un acontecimiento que obviamente no estaba previsto en sus respectivos planes de vida. Lo que el Capitán Trivelín ya sabía desde muy temprano, era ahora puesto en conocimiento de la tripulación.
Tal vez fruto de la urgencia o la improvisación de la mayoría de las operaciones logísticas y de apoyo a las fuerzas militares desplegadas, el decreto de movilización de la reserva naval nunca se emitió por lo cual la tripulación del Rio Cincel al igual que la de al menos otros 30 buques civiles zarpó bajo el mismo régimen legal que ampara el funcionamiento de las naves mercantes en tiempo de paz. Nadie tomó ni tan solo la simple medida de desembarcar a los tripulantes extranjeros ni a los cadetes que cursaban su práctica final a bordo.
Sin armas, sin escolta de buques militares y sin entrenamiento. Sin hacer preguntas y con la única convicción que la Patria los convocaba para ser parte de una historia con final abierto, se hicieron a la mar casi mil marinos civiles. No hubo dilaciones ni deserciones. Tampoco hubo una banda militar ni autoridades de uniforme despidiendo al primer buque mercante que partía hacia las islas, solo un puñado de familiares que ya sobre el filo de la media noche vio la silueta del “Río Cincel” adentrarse en el Río de la Plata para alcanzar el mar.
Rumbo a lo desconocido
El Capitán Trivelín no solo era un marino experimentado, tenía la gran ventaja de haber navegado muchas veces rumbo a Malvinas, conocía el puerto y las maniobras de aproximación necesarias.
Lo que no conocía tanto el como su tripulación era demasiado sobre como navegar en condición de guerra. Silencio de radiocomunicaciones, ojos de buey y ventanas empapeladas para no dejar filtrar la luz hacía el exterior, sobres con claves militares que se debían poner en uso y desechar en días y horas preestablecidas las que a pocas horas de navegar fueron reemplazadas por diálogos en lunfardo o con modismos irreconocibles para eventuales oídos indiscretos durante la escasas comunicaciones radiales con por el entonces Comando en Jefe de la Armada. Tampoco sabía Trivelín lo que lo esperaría al llegar al corazón mismo de las operaciones militares. Precisamente Puerto Argentino.
Un arribo complicado
El Río Cincel fondeo a casi dos millas de Puerto Argentino a las 07.10 horas del 7 de abril. Prismáticos mediante desde el puente de mando la tripulación pudo apreciar en parte el ir y venir de centenares de uniformados que realizaban todo tipo de tareas sobre la línea de costa. La orden recibida había sido muy clara. “No emitir palabra alguna hasta que desde el Apostadero Naval Puerto Argentino se les diera instrucciones”.
No obstante con el paso de las horas y un creciente temporal que hacía peligroso mantener la nave fondeada balanceándose según el capricho del mar, el capitán Trivelín se comunicó por intermedio del equipo de radio VHF con el apostadero militar pidiendo instrucciones. Grande fue su sorpresa cuando comprendió que quien operaba la radio desde tierra no tenía instrucciones para darle ya que por una de las tantas descoordinaciones entre las operaciones de las tres fuerzas armadas, tratándose de una carga para la Fuerza Aérea, el personal naval no estaba al tanto de que había que hacer.
No obstante, en relativamente poco tiempo, las indicaciones llegaron. Según la orden recibida, el buque ARA “Isla de los Estados” procedería al encuentro del Río Cincel para alijar -traspasar- la carga a sus bodegas. Por las dimensiones del carguero civil, no era posible amarrarlo en el muelle local.
Ya sobre el mediodía un fuerte temporal se desarrollaba sobre las inmediaciones de Puerto Argentino. A pesar de estar fondeado el Cincel comenzó a desplazarse -garrear-, proyectándose sobre la proa del pesquero de bandera polaca “Goplo”. A pesar de poner en marcha su poderoso motor principal, nada pudo impedir que la cadena del ancla de este último se enrollara en la hélice del carguero argentino dejándolo en la peor situación posible, sin máquinas junto a otra nave y en medio de una tempestad.
El pedido de ayuda
Pretender que desde el precario Apostadero Naval Malvinas se contara con una dotación de buzos experimentados en soldadura submarina con el equipo necesario y un medio de transporte apto para llegar al mercante, sumergirse, y cortar los gruesos grilletes que aprisionaban la hélice dejando al buque inutilizado, sonaba amenazadoramente imposible.
Faltaban apenas horas para el inicio del bloqueo naval anunciado por Londres y ni civiles ni militares tenían la más remota idea de si el primer ataque acontecería horas, días o semanas después de ese momento.
Si bien todo jugaba en contra, las profundas falencias del planeamiento estratégico del conflicto se vieron en parte contrarrestadas por la formidable voluntad e ingenio de los cuadros tácticos destacados al teatro de operaciones.
Fue así que luego de lidiar con la falta de equipos de buceo aptos, carencia de oxígeno, inexperiencia en la tarea específica y otras dificultades que sería tedioso enumerar, la embarcación naval EDPV 43 pudo amarrarse al casco del Cincel con cuatro buzos (dos de la Fuerza Aérea y dos de la Armada) más una dotación de ocho suboficiales y marineros del apostadero naval.
Diversas y sucesivas inmersiones permitieron liberar la hélice y de esta manera el “Río Cincel” recuperó el único medio de defensa con el que contaba. Su capacidad desplazamiento en el mar. “Nos salvaron muchachos”. Fue la frase que resumió el agradecimiento de la tripulación para con los uniformados. Eran las 11 de la mañana del 9 de abril.
De salvados a salvadores
Sin más trámites ni ceremonias, los buzos junto al resto de la tripulación de la embarcación militar emprendieron el viaje de regreso hacía Puerto Argentino.
Las condiciones meteorológicas eran francamente malas y excedían el marco de seguridad con el que una EDPV podía navegar. A poco de iniciar el regreso a tierra firme la nave emitió un desesperado e imprevisto pedio de auxilio. “May Day... May Day... EDPV 43 solicita ayuda urgente, perdimos el control de la embarcación, el motor no responde, probablemente perdimos la hélice”.
El pedido de auxilio emitido por el patrón de la lancha de la Armada Argentina emitido por el canal 16, la frecuencia de socorro en VHF, fue recibido tanto en el muelle de Puerto Argentino como a bordo del Cincel.
La situación era crítica. Una embarcación de ese tipo sin propulsión en medio de una mar gruesa tenía dos destinos posibles: ser arrastrada mar adentro o dar vuelta de campana (180°) poniendo en serio riesgo de supervivencia a quienes la tripulaban. Ningún buque apto para un rescate seguro se hallaba en las proximidades del lugar, y los pedidos de auxilio se reiteraban con pocos minutos de diferencia.
Tanto Trivelín como sus oficiales debieron tomar una rápida decisión. Lo único que se podía hacer era arriar un bote salvavidas con una tripulación de rescate e ir en procura de la nave militar con dos intenciones. La primera darles remolque y llevarlos a puerto. La segunda intentar rescatarlos si ya hubieran naufragado y decidir sobre la marcha si llevarlos a tierra o al buque.
El panorama era desalentador. En primer lugar los marinos mercantes reciben capacitación en el arriado y abandono del buque que tripulan, la misma se hace normalmente en instalaciones terrestres y con prácticas en mares o ríos tranquilos (las prácticas que hacía el Río Cincel se realizaban habitualmente en el Mar Caribe). Ningún tripulante tenía experiencia en arriado de botes con mar gruesa, menos en rescate de embarcaciones a la deriva y muchísimo menos en retornar con el bote al buque y realizar en pleno temporal la maniobra de reizado del mismo hasta su lugar de estiba en el buque. La existencia de botes a bordo de un mercante es para escapar de la nave en caso de siniestro, no está previsto el regreso salvo durante las prácticas.
Trivelín solo podía hacer una cosa para salvar a sus salvadores, pedir voluntarios. Los oficiales Placenti y Morales, los cadetes Martí y Orquiguil y los tripulantes Brantiuk, Carim y Gioia se destacaron para cumplir con la misión. Considerando que la tripulación se había alistado para un viaje al verano estadounidense, la ropa de abrigo no era precisamente lo que abundaba a bordo. El frío y el mar serían implacables con aquellos hombres.
El rescate
El arriado del bote con los siete tripulantes a bordo del mismo fue supervisado en persona por el capitán Trivelín y el resto de la oficialidad del buque. A pesar del mal tiempo todo se desarrolló conforme a los procedimientos establecidos.
Una vez en el mar la tarea no resultó sencilla pues no se trataba solo de alejarse del buque madre en resguardo de la propia vida, sino que había que poner proa a la embarcación en peligro a pesar de que la corriente no era la más favorable.
Ninguno de los siete tripulantes recuerdan exactamente el tiempo transcurrido desde la zarpada hasta el avistaje del lanchón naval. Lo que si tienen presente es que una vez que se consiguió pasarle un cabo de remolque fueron al menos tres horas de navegación durante las cuales rescatistas y rescatados compartieron la misma incertidumbre sobre el resultado de esa verdadera “aventura marítima”.
Si bien se navegó a vista de costa, la sensación de todos era la de estar en presencia de una mano invisible que la alejaba cada vez más. Los golpes de mar sobre el bote y la lancha se incrementaban conforme el clima empeoraba, hasta que una señal luminosa efectuada por un marinero permitió enfilar la proa del bote hacía el punto de amarre que nadie obviamente había tenido tiempo de consultar.
Rescatistas y rescatados arribaron a Puerto Argentino sobre las 18 horas de aquel 9 de abril. El Jefe del Apostadero Naval, Capitán de Fragata Adolfo Gaffoglio, no se encontraba allí. Quien sí estaba era el Teniente de Fragata Pereyra, que hacía las veces de ayudante del oficial naval a cargo.
Ante la falta de posibilidades que el joven oficial tenía de brindar alguna bebida caliente a todos sus inesperados visitantes, la dotación de rescate se apersonó hasta un hotel próximo al apostadero en procura de al menos un té. En esa circunstancias este cronista recibió una fuerte reprimenda de parte del mismísimo gobernador militar Mario Benjamín Menéndez por no estar adecuadamente vestido. Nada sabía el general de lo que aquellos mal ataviados marinos acababan de hacer por sus camaradas de armas.
El regreso
Terminada la fugaz estadía en el suelo patrio recuperado y a punto de disponerse a regresar, los marinos del Cincel fueron convocados al interior del apostadero. Una vez en el lugar, personal de inteligencia naval entregó un cofre lacrado con destino a la base naval Mar del Plata. Supuestamente el contenido a transportar incluía material de inteligencia sobre actividad de miembros de la resistencia Kelper e hipótesis de atentados tipo guerra de guerrillas. Pero eso jamás pudo ser comprobado por los tripulantes del Cincel.
Volver fue una tarea ciclópea con el mar en contra. Literalmente el bote no avanzaba. El frio y el viento parecían haber alcanzado su máxima expresión y tanto el tramo final de la aproximación al buque como los reiterados intentos de volver a enganchar la proa y la popa del bote salvavidas a los cables de acero que permitirían izarlo fueron un cúmulo de fracasos.
Afortunadamente, cuando fruto de los reiterados golpes que el frágil bote se autopropinaba con el sólido casco de chapa naval del Cincel comenzaban a hacerlo colapsar, proa y popa se acoplaron a sus respectivos cables. Así comenzó el izado con el milagroso saldo de doce tripulantes a salvo en tierra y siete marinos mercantes de regreso al buque sin mayores novedades que algunos golpes sin importancia.
El Río Cincel, prosiguió con sus tareas, entre ellas hubo de cumplir con escalas en Puerto Madryn y Mar del Plata y hasta pudo realizar parte de su viaje a EEUU donde incluso se especuló con la recepción de material táctico, miras nocturnas, que un proveedor del mercado negro de armas había vendido a la junta militar.
La nave regresó al puerto de Buenos Aires el 14 de junio, el mismo día de la rendición. Antes que las familias de los tripulantes, abordó el buque personal de inteligencia naval que “recomendó” a todos y cada uno no divulgar nada de lo visto, hecho o escuchado en el Atlántico Sur.
En reiteradas ocasiones, alguno de los improvisados rescatistas intentó obtener información sobre la suerte corrida por aquellos hombres a los que savlaron de la voracidad del mar. Nunca tuvieron éxito. La historia desapareció de los registros navales y solo parecen recordarla sus protagonistas y algún escritor que ha volcado en un par de libros la epopeya de los buques tanque, cargueros y pesqueros que cumplieron distintas tareas durante las operaciones militares en el archipiélago malvinense.
Más allá de las condecoraciones y demás honores que la legislación vigente les otorgara a los civiles y militares que se han ganado el reconocimiento de la condición de Veteranos de Guerra, esta historia -una de las tantas que dejó la guerra- fue en los hechos ignorada por distintos mandos navales en los últimos 40 años.
Solo el Reino de España a través de la organización conocida como Patrulla Auxiliar Marítima al tomar conocimiento de los hechos, distinguió a alguno de los rescatistas civiles del Cincel por el sagrado cumplimento del deber marítimo más sagrado, la salvaguarda de la vida humana en el mar.
Ellos no esperaron jamás una medalla, un aplauso ni una banda militar tocando marchas en su honor. Solo esperan no abandonar esta tierra sin saber que suerte corrieron sus rescatadores-rescatados de la EDPV 43, una simple embarcación en peligro que les permitió cumplir precisamente el ya mencionado juramento profesional de todo marino: “Defender la vida humana en el mar aún a costa de poner la propia en peligro”.
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