Por afuera, el Roca no dice mucho. Colores pálidos que no llaman la atención. Ventanales de madera. Y un cartel oxidado de Coca-Cola, que se quedó en el tiempo.

Adentro, lo mismo. Todo tiene madera: en las paredes (superpobladas de fotos mayoría sepia); en la barra, donde los de siempre se acodan a tomar un cortado; en las mesas de azulejos; en las sillas con respaldo de cuero marrón rojizo.

El Roca, para el que no sabe, es un lugar casi sin brillo. Parte del paisaje. Puede pasar desapercibido. Una confitería de pueblo, sin atractivo viral de likes en Instagram o TikTok.

Pero es todo lo contrario. Lo dice su nombre. Es la piedra fundacional de los recuerdos de muchos. Es casa. Es ese lugar al que tenés que volver, cada tanto.

En el Roca, cuando era cine –después de revivir tras un incendio–, conociste las películas con “Las aventuras de Chatrán”; el Netflix de los chicos de hoy.

Ahí supiste que había algo que se llamaba periodismo hojeando de arriba El Sureño, Provincia 23 y Tiempo Fueguino, mientras papá rosqueaba en una provincia recién nacida.

Donde la infancia de ráfagas de vientos de 100 kilómetros por hora se endulzaba cuando mamá te llevaba a tomar un submarino. Imbatible fórmula mágica: una barra de chocolate y leche caliente. Felicidad.

Fue donde Seba le quedó debiendo al mozo dos pesos en el Mundial 98’ una mañana bajo cero contra Japón. Donde Fermín prometió y se comió un pedazo de gorro por el gol de Zanetti a Inglaterra.

Donde llevaste a tu esposa a comer la primera vez que viajó a Río Grande.

Es donde siempre pedís lomito completo, porque es único. Como el Roca. Todo tenemos un Roca. Ese lugar que no podés pasar de largo si lo conocés, porque es parte de tu vida.

Artículo de Pablo Javier «Payi» Blanco