En mayo de 1982, el Escuadrón B del Regimiento 22 del Special Air Service (SAS) del Ejército Británico recibió la orden de realizar una operación de reconocimiento que fue catalogada como “imposible”: debían acceder al suelo continental argentino, ingresar a la Base Aeronaval de Río Grande en Tierra del Fuego y, de ser posible, atacarla. Ese lugar albergaba a la 2.º Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque, más famosa por los aviones Dassault-Breguet Super Étendard, y tres misiles AM-39 Exocet, una de las mayores preocupaciones de los británicos en la guerra.
Los Exocet se habían convertido en el principal blanco de Margaret Thatcher, quien al comienzo del conflicto, y gracias a tareas de inteligencia imprecisas, desconocía el verdadero poder de destrucción que los aviones argentinos podrían generar con ellos. De hecho François Mitterand, presidente de Francia, país que le vendió los misiles a la Argentina y donde se entrenaron los pilotos aeronavales que los usarían, le dijo que los aviadores argentinos no contaban con las suficientes horas de vuelo para operar con éxito los misiles. Y, en parte, era cierto. Lo que no sabía el servicio secreto británico es que durante las semanas previas a la guerra la Armada Argentina pudo desentrañar los secretos del misil y aprendió a operarlo de manera efectiva. El 4 de mayo de 1982, Thatcher y el mundo confirmaron la letalidad del misil (el primer Exocet disparado en combate) con el ataque al HMS Sheffield.
El militar tenía comunicación directa con John “Sandy” Woodward, comandante de la Task Force. Lo llamó y le presentó una idea. Para que Mikado tuviera mayo probabilidad de éxito, quería infiltrar, previamente, otro equipo de SAS en la base de Río Grande, para recabar información sobre la ubicación de los objetivos y los puntos más peligrosos. Esa operación recibió otro nombre, Plum Duff, y hoy es recordada como un “desastre” por expertos británicos.
El 13 de mayo, el Jefe del Estado Mayor británico, Almirante Sir Terence Lewin, dio luz verde a la idea de Billière y le ordenó planificar las dos etapas. Para la primera, Plum Duff, la patrulla iría en helicóptero, sin información sobre la topografía del lugar, ni tampoco sobre las ubicaciones de los puntos en donde podrían ser descubiertos por las tropas argentinas. Billière designó como jefe de la expedición al capitán Andrew Legg.
La mañana siguiente, el comandante de la escuadrilla aeronaval de helicópteros 846, Bill Pollock, reunió a todos los pilotos que tuvieran el adiestramiento necesario para trasladar a los comandos al lugar. Sabía que no sería un vuelo de rutina: iban a atravesar un área desconocida, con mapas desactualizados y en un aparato que hace tanto ruido, que para hablarle al de al lado, hay que gritar. Solo tenían fotos satelitales de escaso valor para el reconocimiento y dos mapas del pueblo de Río Grande. Uno era un atlas escolar de 1930. El otro, fechado en 1942, había sido creado por el Instituto Geográfico Militar Argentino. Lo encontraron en la Universidad de Cambridge. Estaba guardado en una biblioteca desde 1947.
Todos se ofrecieron como voluntarios, pero Pullock tenía que elegir a tres. Seleccionó a Richard Hutchins, Alan “Wiggy” Bennett y Pete Imrie.
Era, sin exagerar, una misión suicida. No se habían previsto muchas cosas, entre ellas, un plan factible de extracción para los ocho hombres que llevarían a cabo la misión.
El helicóptero partió en la primera hora del día. El clima dentro de la cabina era frío y silencioso. Pero por sobre todas las cosas, tenso. Todos sabían que el Sea King no podía flotar, porque había sido desmantelado por cuestiones prácticas. Además, no llevaban balsas salvavidas. Cualquier inconveniente que tuvieran arriba del agua podía ser una despedida.
El tiempo le terminaría dando la razón a Legg. Esa madrugada, la Central de Información de Combate (CIC) del buque ARA Bouchard había detectado al helicóptero, aunque lo perdió una vez que éste ingresó a Tierra del Fuego. En estado de alarma, los Batallones de Infantería de Marina Nº 1 y Nº 2 al mando del capitán de fragata Miguel Pita, se despacharon hacia todos lados en busca de los ingleses. Muchos años después, un miembro del SAS describió las dimensiones de esta cacería: 3000 hombres contra 8.
El Sea King despegó y, a los 6 metros de altura, perdió todo contacto visual con el suelo. No se veía nada. Se dirigió a toda marcha rumbo oeste, atravesando la espesa niebla y sin tener la menor referencia del terreno que sobrevolaba. Estuvo a punto de ser descubierto. Fue iluminado por un reflector. Pero siguió camino. Diez minutos luego, cruzaron la frontera; el peligro había pasado, por el momento. En ese momento la tripulación arrojó todas sus armas al agua.
Decidieron volar un poco más, a lo largo de la costa chilena, para asegurarse de aterrizar en un lugar desierto. Los comandos estaban solos, perdidos y a más de 100 kilómetros del objetivo.
Intentaron hundirlo en una caleta, al sur de Punta Arenas, pero no lo lograron. Entonces lo prendieron fuego. El ruido, sin embargo, delató su presencia, alertando a dos lugareños, Víctor Soto y Luis Arteaga. Estos encontraron los restos y avisaron a los carabineros. La noticia se difundió rápidamente y apareció en los medios de comunicación. Los tres tripulantes se alejaron del lugar.
Finalmente, el 25 de mayo, la tripulación se entregó en el poblado de Parrillar: Hutchings, Imrie y Bennett donde fueron detenidos por carabineros y trasladados a Punta Arenas. Legg y sus 8 hombres siguieron sobreviviendo en la naturaleza, a la espera de que les dijeran si debían proceder con la misión o no.
Los tripulantes fueron transportados por aire a Santiago de Chile, donde esperaban poder sacarlos del país lo más discretamente posible. Se les proveyó alojamiento en un domicilio particular para evitar el contacto con la prensa. Pero este sería inevitable.
La incómoda e inesperada presencia de la tripulación británica en Chile generó mucho ruido. Al final, todas las partes coincidieron en que sería mejor blanquear la situación a la opinión pública en una conferencia de prensa. Y luego sacar a los comandos del país abierta y legalmente.
La conferencia se llevó a cabo en la recepción de la Embajada Británica. Hutchings y la tripulación aparecieron sentados detrás de un escritorio, vestidos de civil. El único en hablar ante los periodistas fue Hutchings. Leyó, en inglés, una declaración previamente preparada. Esta repetía la historia que se les había transmitido a los chilenos. En nombre de sus camaradas, Hutchings se disculpó por haber ingresado ilegalmente en el país y aclaró que habían sido muy bien tratados por las autoridades chilenas y que estaban muy agradecidos por la ayuda recibida. Al día siguiente, volaron de regreso al Reino Unido.
Una vez allí, encontraron una pequeña casa prefabricada con un teléfono desde el cual lograron contactar al cónsul británico. Este los atendió de mala gana. Se estaba enterando de todo en ese mismo momento. Tras escucharlos, les sugirió que se entregaran. Los comandos, desconcertados por la falta de cooperación del cuerpo diplomático, alquilaron una habitación en el pueblo.
Esa noche, Legg salió a caminar. Mientras pasaba frente a un pequeño restaurante con las puertas abiertas, vio, para su sorpresa, los rostros familiares de Pete Hogg, Brummie Stokes y Bronco Lane, los miembros del SAS que supuestamente estarían a cargo de extraerlos. Rápidamente, reunieron al resto y los alojaron en una precaria vivienda de la localidad. Todo parecía encaminarse hasta que Hogg les anunció: “Cuando se recuperen, se les ordenará cruzar la frontera de regreso para completar la misión. La operación Mikado del Escuadrón B todavía sigue en pie”. Nadie podía creer lo que oían, pero esas eran las órdenes.
Pero eso no sucedió. En la mañana del 30 de mayo, los ocho SAS fueron llevados a Santiago, donde les tenían preparada una casa segura.
El 8 de junio, Legg y su equipo volaron de regreso al Reino Unido. Se les informó que ya no formarían parte de la campaña.
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