Hay una idea que nos da vuelta en la cabeza a los argentinos. Es una idea reciente, desde el 2015 más específicamente, que nos ronda. A algunos les da esperanza y a otros, temor. Algunos saborean la dicha de la venganza. Esta idea que flota sobre nosotros, tan palpable como un día húmedo de verano, es la desaparición del peronismo. Lo cierto es que, a estos pensamientos, como escribió Adolfo Bioy Casares en La invención de Morel, \"no les falta materia para convertirse en obsesiones\".
El cambio
Lo primero que pensaron muchos era que Mauricio Macri no llegaría a ser presidente. Menos que María Eugenia Vidal podría ser electa gobernador de la provincia de Buenos Aires. Los más aventurados podían imaginar un ballotage del que resultaría triunfante Daniel Scioli, pero nada más. No les faltaba razón a los que auguraban esto. Durante casi 16 años, desde las 12 noches que se sucedieron a la caída de Fernando de La Rúa y, con él, la virtual extinción de los últimos vestigios de la Unión Cívica Radical, magistralmente relatadas en Doce Noches de Ceferino Reato, el peronismo y sus diversas manifestaciones habían dominado la política nacional.
Un aparato propagandístico poderoso, en muchos casos eficaz, y un conocimiento profundo de la esencia del quehacer de la política argentina habían aplacado y anonadado a cualquier oposición que levantaba un poco la cabeza. Francisco de Narváez, el campo y Sergio Massa habían \"metido la cola\" en algún momento, pero eran la excepción a la hegemonía gobernante del justicialismo. De todos modos, De Narváez, Massa y algunos dirigentes del agro eran de las filas peronistas, así que nada evidenciaba que alguien que no cantara la marcha pudiera presentar batalla y salir airoso. La excepción era la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pero siempre lo había sido.
Así que cuando Aníbal Fernández pronosticó que ganaría caminando las elecciones provinciales, a nadie le quedaban muchas dudas. Sorpresiva y contundente fue la derrota de un peronista de ley a manos de una Heidi criolla. \"¡Lamentable, indiscreta realidad!\" podría haber gritado más de uno como en el cuento Cynthia, de Eduardo Mallea. Con el diario del lunes todos reconocieron que la elección del jefe de gabinete como candidato había sido atroz. Pero nadie ponía en dudas que el justicialismo triunfaría en el ballotage. En una muestra de su clásico pragmatismo, que algunos con malicia los califican de ser veletas profesionales, los otros candidatos peronistas derrotados y muchos de los que habían sido detractores del kirchnerismo o del cristinismo dieron su apoyo a Daniel Scioli. Este, hábilmente, buscó refugiarse en el amplio paraguas peronista para atraer a aquellos que dentro del justicialismo despreciaban profundamente al cristinismo y a La Cámpora. Después de todo, como sentenciara Juan D. Perón en una entrevista en España: \"Ah, no, peronistas son todos\".
A pesar de que el peronismo recurrió a todas las hábiles estratagemas que le habían dado numerosísimas victorias, Macri le ganó a Scioli. A esta altura, parece iluso pensar que la UCR pudo haber contribuido significativamente a ese triunfo. Algunos cuadros que pertenecen al radicalismo, en fase de coma terminal, y Lilita Carrió contribuyeron en menor o mayor medida.
Consolidar un gobierno
Prontamente, una vez que se terminaron los globos del festejo, surgió la inquietud. ¿Podría un gobierno no peronista consolidarse en el poder? Los fracasos estrepitosos de todas las alternativas que se habían planteado al peronismo resonaban en las mentes de la ciudadanía, de las clases dirigentes, del empresariado, del periodismo y de los analistas. Sin pudor se decía que los peronistas no dejarían gobernar a otro que no fuera un compañero. Los fantasmas de Raúl Alfonsín y De la Rúa aparecían como el espectro del difunto rey que le anuncia a Hamlet, su hijo, que había sido envenenado por su hermano.
Pero el temido paro nacional de proporciones apocalípticas nunca se materializó. La unión de los peronistas que formarían una criatura leviatánica parece más lejana que de costumbre. Uno a uno los principales referentes del empresariado y la política peronista reciente se vieron avasallados por una repentina y sumamente tardía respuesta de la Justicia. No hubo levantamientos ni insurrección. El esperado 17 de octubre cristinista pareciera no consolidarse y, de hacerlo, bastaría una palangana y no ya una gran fuente para que los manifestantes se refrescaran.
Muchos de los que veían a Macri como un presidente débil o golpeable empezaron a replanteárselo. Sus partidarios respiran aliviados cada vez que sale airoso y sus opositores, algunos de los cuales a veces parecen encarnizados enemigos, se relamen cada nueva herida. Aun aquellas medidas muy cuestionables del macrismo, como la reforma jubilatoria, parecen no hacerles mella. Claro que las expresiones de anacrónica violencia que solamente saben plantear algunos grupos de izquierda, muy reñidas con la defensa de la democracia y los derechos humanos que esgrimen, sirve únicamente para fortalecer a Macri y su Gobierno.
Hacer peronismo
Para entender al peronismo lo primero que hay que dejar de lado es la idea de que representa una ideología. El comunismo, el socialismo, el liberalismo (en algunas de sus expresiones), el nazismo y el fascismo son sistemas ideológicos complejos. Tienen una filosofía propia y valores que van más allá de un líder y de un tiempo y un lugar determinados. Se puede ser perfectamente comunista en lugares tan disímiles como China y Cuba. El peronismo, en cambio, solo es posible en Argentina como el priismo solo tiene lugar en México.
El peronismo enarbola una serie de principios y valores, como la defensa de la soberanía política y económica o la defensa de los trabajadores, que no son restrictivos o de su propiedad exclusiva. Las reformas laborales y sociales llevadas a cabo por Perón, si bien muy importantes y loables, las hubiese llevado a cabo, tarde o temprano, cualquier otro. Era la tendencia mundial y el cambio cultural imperante (la mayoría de las propuestas eran del socialista Alfredo Palacios). Ya en 1908 Winston Churchill, flamante ministro de Comercio, creó un organismo de negociación permanente entre trabajadores y empleadores, con arbitraje del Estado. Desde esa misma cartera apoyó las iniciativas de David Lloyd George, del que no era muy afecto, ideológicamente hablando, que establecían seguros de desempleo, bolsas de trabajo, salario mínimo y nuevas regulaciones de las condiciones laborales en las fábricas en beneficio de los obreros. Difícilmente se nos ocurriría caracterizarlo como el compañero Winston. Y así otros ejemplos mundiales que nada tienen que ver con Juan Domingo Perón.
La doctrina peronista es una forma de concebir y administrar el poder en nuestro país. Esta concepción está influida por diversas corrientes ideológicas, pero sin adscribir a ninguna. Por ejemplo, se sirvió de la noción del corporativismo italiano de los 30, sin encarnar filosóficamente al fascismo del duce Benito Mussolini. O la división entre oligarquía y pueblo trabajador, sin adherir al marxismo.
El peronismo no concibe un poder que no sea netamente personalista y autocrático. Es verticalista en esencia, al igual que lo es cualquier organización castrense. Servirse de lo público en pos de los resultados electorales y la manipulación de los medios masivos de comunicación para llevar su mensaje sin intermediarios críticos, también forman parte de esta suerte de manual de administración del Estado. La confrontación permanente, la búsqueda de la unanimidad y la destrucción de una oposición política quedan resumidas en dos contundentes frases de Perón que son seguidas al pie de la letra como un dogma: \"Al amigo, todo. Y al enemigo, ni justicia\" y \"Para un peronista no hay nada mejor que otro peronista\".
Que sea un medio de adquirir, conservar y administrar el poder en Argentina explica que puedan ser peronistas figuras tan disímiles, con concepciones filosóficas y económicas diversas, en fin, con ideologías diferentes. Cámpora, Menem, Duhalde, Kirchner, Fernández y Scioli, tan diferentes, tan \"agarrados a las patadas\" diríamos vulgarmente, pueden pertenecer a la misma agrupación política siempre y cuando se guíen por el mismo manual. Perón lo decía con su mirada tan realista: \"Los muchachos se ponen distintos nombres: los hay de derecha, los hay de izquierda, los hay ortodoxos, los hay heterodoxos, los hay retardatarios, los hay apresurados, los hay contemplativos. Pero son todos buenos muchachos, son todos peronistas\".
¿El fin del peronismo?
El peronismo como unidad político-partidaria ha brillado por su ausencia desde las elecciones de 2003. Los últimos presidentes peronistas no encabezaron boletas del Partido Justicialista. No es de extrañar, ni hay que llorarlo sin remedio, que una organización partidaria tan poco afecta a los cambios estructurales y que mantiene el rigorismo de mediados del siglo XX tienda a perder espacio en la pos-pos modernidad. Es un fenómeno mundial que se expresa en el anti-institucionalismo de la cultura de nuestro tiempo. La UCR, golpeada de muerte en el 2001, incluso por sus propios correligionarios, ya tomó ese camino. No es tan terrible que las organizaciones políticas pierdan su rigidez estructural. Los cambios sociales y culturales son inevitables. El Partido Justicialista tuvo la habilidad de ser permeable. Se adaptaba a los tiempos con particular destreza. Pero ese tipo de estructuras hoy está en crisis. Hoy se votan personas y no instituciones. El marketing político es el gran protagonista de las elecciones históricas de este siglo que comienza. El mismo Donald Trump fue votado por lo que decía y tuiteaba, no por la organización política que respaldaba su candidatura. Esto se evidencia en que en el tramo final de la elección los republicanos le dieron la espalda y a pesar de todo ganó.
Ahora, la cuestión de si desaparecerá el peronismo es más compleja. Alain Rouquié, en su último libro (El siglo de Perón. Ensayo sobre las democracias hegemónicas, 2017) escribe: \"La desperonización se ha revelado imposible, pues nada ha reemplazado al peronismo\". Antes, hemos afirmado que el peronismo es un manual práctico para manejar el poder. Pero su aplicación casi perfecta sólo sirve para la Argentina. Es que en el peronismo están descifradas las claves de numerosos elementos constitutivos de la identidad argentina. Nuestra tendencia al autoritarismo-caudillismo, que tan acertadamente Archibaldo Lanús dice que sigue flotando en \"el alma clandestina de los argentinos\", o el disfraz de viveza criolla que les damos a los pequeños actos de corrupción cotidianos, están contenidos en el peronismo. El \"roba pero hace\" es escudo de corruptos y consuelo de votantes. Pero otros elementos virtuosos también forman parte de la identidad peronista. La solidaridad y la defensa de los estratos débiles de la sociedad son parte de los argentinos y, por lo tanto, de los peronistas, por lo menos de los que adhieren de buena fe.
El peronismo no es una fuerza de la naturaleza, un viento huracanado soplado por un ángel o un demonio. Así lo expresaba José María Estrada en El legado del nacionalismo: \"Si la Argentina fue peronista o engendró el peronismo, es porque todos de alguna manera lo hemos sido o lo hemos engendrado\".
Si el peronismo es una expresión acabada de la argentinidad, entonces no desaparecerá mientras no se produzca el cambio cultural que elimine sus rasgos más negativos (a los que no escapa la mayor parte de la clase dirigente de nuestro país, por otro lado). Cada vez que seamos autoritarios, o demos una \"mordidita\" o hagamos trampa, entonces seremos la clase de peronistas de la que tanto se queja la sociedad.
Incluso Macri y Cambiemos han llevado a cabo, en estos dos años, algunas triquiñuelas del manual de Perón. No nos tendría que sorprender que Macri pudiese caer en la tentación de aplicar el manual y llevar a cabo peronismo explícito. Cualquiera puede hacer peronismo. Ernesto Sábato ha resumido, en una entrevista con Rouquié, este impulso político: \"En el corazón de cada argentino duerme un pequeño Perón\". Dependerá entonces de un cambio cultural de la sociedad que solo los elementos más virtuosos del peronismo prevalezcan.
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