En mayo de 2016, cinco días después del nacimiento de su primer hijo, Pablo Pruvost, su padre y dos amigos cargaron de provisiones los cuatriciclos y salieron de Río Grande en una excursión. El destino era Península Mitre, una zona aislada e inhóspita, la punta de la bota donde Tierra del Fuego se hunde en el océano Atlántico. Luego de varios días de travesía, asado y acampe, emprendieron la vuelta. Pruvost, que tiene 41 años y es cajero del Banco Nación, se adelantó al grupo y decidió esperarlos en Playa Donata, una zona famosa como cementerio de naufragios. Mientras caminaba por la extensa playa que la marea baja había dejado, notó unos palos que asomaban semienterrados en la arena. Se acercó y vio formas blancas y celestes. Comenzó a escarbar y descubrió un canasto de vajilla en excelente estado y con apariencia muy antigua. Había otros alrededor. Ya unido al resto de la expedición, tomaron unos platos, unas tazas y una tetera. Se sacaron fotos simulando que tomaban el té como lords, embalaron algunas piezas y siguieron camino a su casa. No lo sabían, pero según Dolores Elkin, arqueóloga del Conicet y del Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano, se acababan de topar con “uno de los hallazgos de arqueología marina más importantes de la Argentina y tal vez de América del Sur”.
Además de un gran avance científico, la vajilla de Playa Donata, como se conoce el descubrimiento, disparó una secuencia de eventos que incluye un accidente casi fatal, acusaciones cruzadas entre Pruvost y las autoridades de la provincia y una intriga que continúa sin respuesta: ¿cómo llegó esa vajilla de alrededor de 1860 a ese lugar tan alejado de la civilización? ¿Cómo fue que se mantuvo durante más de 150 años en tan buen estado? Apenas llegó a Río Grande, Pruvost planeó un nuevo viaje para el siguiente fin de semana con la idea de seguir recuperando lo que había en la zona. Esta vez el grupo era de seis e incluía a Emmanuel Rossi, otro amigo con debilidad por las aventuras y los motores. Al segundo día de la expedición, a Rossi se le clavaron las ruedas delanteras y salió eyectado, con tanta mala suerte que el cuatriciclo cayó encima de él. Lo tuvieron que rescatar en helicóptero y estuvo tres días en terapia intensiva. “Es la maldición de la vajilla”, se ríe Rossi, ya recuperado. El accidente frustró el viaje y, ya de vuelta en la ciudad, Pruvost entró en contacto con las autoridades de la provincia, pero las negociaciones no prosperaron. Se presentó a una reunión junto a un escribano y entregó el material. “Me maltrataron y no me reconocen como el descubridor de la vajilla”, se queja.
Elkin, que tiene 60 años, es muy cuidadosa con sus palabras y sí le reconoce a Pruvost el hallazgo. Una tarde soleada de invierno, mientras el río Luján transcurre plácido a metros de la terraza de un bar de Tigre al que llegó en bicicleta, la arqueóloga toma un café y recuerda la emoción que sintió al manipular por primera vez la vajilla. “Descubrir artefactos -dice- es un momento especial. Sentir que sos la primera persona después de muchos años que los toca te produce una conexión muy humana con esas otras personas que, en otro tiempo, estuvieron en el mismo lugar e interactuaron con esos mismos objetos”. Su vocación por desenterrar objetos y reconstruir con ellos la historia de nuestros antepasados primero la llevó a la árida Catamarca, pero el descubrimiento del Swift, un barco inglés hundido en Puerto Deseado en 1770, le hizo replantearse su carrera. El descendiente australiano de uno de los náufragos del Swift intentó encontrar los restos, pero los que lo lograron, con más entusiasmo que técnica, fueron unos jóvenes de la zona. Todo esto ocurrió a principios de los 80 y empujó a Elkin hacia la arqueología marina, una nueva rama de la ciencia con muy poco desarrollo en la Argentina. No tenía tradición ni saberes náuticos, mucho menos de buceo, una especialización necesaria para encontrar barcos hundidos, pero sí vocación aventurera. De chica se había devorado los clásicos de Emilio Salgari en la colección Billiken y le gustaban los relatos de exploradores y la vida al aire libre. Elkin aprendió a bucear y partió hacia el sur. Desde entonces, las costas de la Patagonia austral se convirtieron en su obsesión.
“Dicen que el mar es el museo más rico del mundo, y es muy cierto”, afirma sobre la riqueza arqueológica que descansa desde hace siglos sumergida en los lechos marinos. Por la cantidad de piezas inexploradas, las costas de Península Mitre son una de las salas principales de este museo marítimo. Las causas de esto son la geografía y la historia. Hasta 1914, cuando la inauguración del Canal de Panamá acortó el viaje, casi todo el tráfico marino entre Europa y la costa oeste de América era por el Cabo de Hornos. Uno de los trayectos más peligrosos de ese viaje -por la imprecisión de las cartas náuticas, el mar embravecido y el escaso espacio de maniobra- era el tramo entre las costas enfrentadas de Península Mitre y la Isla de los Estados. Hay registro histórico de por lo menos 15 naufragios previos a 1930 ocurridos en la costa de Tierra del Fuego. Apenas se han encontrado e identificado restos de dos de ellos. Los otros barcos perdidos, con sus respectivas historias, descansan en las inmediaciones de ese territorio aislado que Elkin y otros arqueólogos recorren hace décadas. “¡Qué belleza!”, exclama Elkin mientras, arrodillada en la arena de Playa Donata, desentierra una pequeña jarra. La imagen está en Patrimonio fueguino: Rescate en playa Donata, un documental sobre el descubrimiento que registró la campaña que, con el apoyo de la gobernación de Tierra del Fuego, hicieron en diciembre de 2016 para rescatar el material. Lo que allí se ve es el trabajo intenso de unas diez personas que aprovechan las pocas horas de bajamar para cavar en la arena y llegar a las piezas. El inventario incluye distintos tipos de tazas, platos, jarras y bacinas.
La película también registra las conversaciones de los investigadores a resguardo de la carpa. Con el aullido del viento de fondo, discuten sobre la duda que aún se mantiene: cómo fue que esa vajilla llegó a Playa Donata y por qué se conservó en tan buen estado. En el documental, Elkin y Martín Vázquez, un antropólogo que trabajó en el equipo, están en desacuerdo sobre si la vajilla quedó bajo la arena por un proceso natural o si fue enterrada adrede. La interpretación de Elkin es que fue depositada por alguien en el lugar, pero que la cobertura de arena fue un proceso natural. Vázquez no está convencido y parece inclinarse por la opción de que haya sido enterrada por alguien. Ambos argumentan su posición con una elocuencia que transmite la pasión que sienten por su oficio. -Me parece que Dolores tenía razón -se ríe, seis años después de esa charla, Vázquez. En su casa de las afueras de Ushuaia, mientras su hijo se distrae con la televisión y un hurón corretea por el living, Vázquez repasa los detalles de aquella expedición y la riqueza de Península Mitre. Su especialidad no son los naufragios. Son los pueblos originarios de cazadores recolectores que circulaban por la zona mucho antes que los europeos. “Igual, si trabajás en Península Mitre tarde o temprano te topás con un naufragio”, aclara. Además, esos naufragios fueron el escenario que posibilitó los primeros intercambios entre los europeos y los pueblos originarios. Aislados y desabastecidos en uno de los rincones más inhóspitos del planeta, la única opción de supervivencia para los náufragos implicaba algún tipo de intercambio con la población local de pueblos originarios.
Elkin y Vázquez están estudiando uno de los casos más interesantes de esta relación: el que se generó a partir del naufragio del Purísima Concepción. El barco zarpó del puerto de Cádiz, en España, y planeaba rodear el Cabo de Hornos con destino a Lima, pero el 10 de enero de 1765 encalló en las aguas traicioneras de Península Mitre. Los 194 tripulantes se instalaron en la zona, convivieron con los indígenas fueguinos y construyeron un nuevo barco con los restos del Purísima Concepción. Tres meses después, se embarcaron en la improvisada nave con destino a Buenos Aires y lograron salvarse. En la zona hay restos de esa relación de un verano entre los aborígenes fueguinos y los náufragos europeos, como puntas de flecha hechas con vidrio. “Creo que dimos con el campamento de los náufragos y con el lugar del naufragio”, se entusiasma Elkin. Por estos días, la atención de la arqueóloga se divide entre la exploración del Purísima Concepción, un proyecto para volver a la zona del hundimiento del Swift y las dudas que persisten sobre la vajilla de Playa Donata.
Al momento, señala Elkin, lo que se puede inferir de la vajilla de Playa Donata es que su origen es británico, su confección es de alrededor de 1860 y su destino, comercial. Gracias a las marcas de fabricantes que se encontraron en el cargamento -una de ellas es la de Anthony Shaw-, se pudo establecer que su procedencia es el condado de Staffordshire, ubicado en el centro de Inglaterra. La hipótesis más lógica es que viajaba en un velero mercante que zarpó de Europa y planeaba rodear el Cabo de Hornos para dejar su cargamento, incluyendo la vajilla, en algún puerto del Pacífico. “Puede haber sido Valparaíso”, arriesga la arqueóloga. Lo otro que se sabe es que las piezas no son de calidad, algunas están mal terminadas y tienen un estilo que ya había pasado de moda en Europa. Un típico producto del comercio entre Inglaterra y los países de América.
Resta averiguar cómo llegó ese cargamento a las playas de Península Mitre. Aunque es una zona plagada de naufragios, resulta poco probable que la vajilla haya pertenecido a alguno de los veleros que se hundió allí. Está en demasiado buen estado, lo que implica que habría sido depositada. La pregunta es por qué alguien dejaría el cargamento en ese lugar. “Lo recién expuesto lleva a postular la hipótesis de que los canastos llegaron a Playa Donata en una embarcación que no tuvo un accidente fatal, sino que los materiales fueron descargados intencionalmente en ese lugar por alguna razón que aún se desconoce –quizá para aligerar peso tras una varadura– y la nave en cuestión continuó viaje sin ellos”, concluye Elkin en un trabajo académico. La ausencia de restos de un barco a los que, de ser descubiertos, se podría atribuir el transporte de la carga dificulta el trabajo de investigación. Si el velero dejó la vajilla y continuó viaje, los registros históricos de ese episodio serán casi inhallables. En ese caso, la vajilla de Playa Donata seguirá siendo uno de los tantos misterios del fin del mundo.
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